miércoles, 21 de diciembre de 2011

Don Goyo y Yaya

Por las mañanas, a lo lejos se escuchaba el lamento lastimero de una flauta de carrizo que ululaba canciones añejas, acompañadas armónicamente por el chanclear de unos botines polvorientos y el sonar metálico de unas monedas que se encontraban dentro de una vieja y deformada vasija de peltre. Quien tanta bulla hacia era don Goyo, aquel personaje de nuestra ciudad traído por el Ángel de la Oscuridad. Era un Joven levemente encorvado por causa de los agobios que la vida le había prodigado. Se le veía de tiros largos con una chaqueta cuya holgura, vejes, color mugre y arrugas, delataban su edad y procedencia, sin hebra de camisa, se la abotonaba hasta la nuez de la garganta, cuando la inclemencia del invierno lo helaba, y en primavera, sin mayor recato la aflojaba, dejándola jugar libremente con la suave brisa. De su pantalón ya raido, podríamos decir, que no tenía mejor apariencia.

Cosa curiosa, doña Yaya, a quien se le veía deambular por las tardes en la acera de enfrente, había nacido en la misma fecha que don Goyo pero de la mano del Ángel del Silencio, una mujer solitaria y triste por demás sencilla en su modo de vestir, falda y blusa de vivos colores y unos botines de punta. Asido a su mano izquierda cargaba invariablemente con un cuerno hueco que se pegaba a su oreja izquierda. Contaban que era tal su ansia en busca de escuchar alguna voz que de pequeña se entretenía en hacer enormes papalotes de periódico para que las nubes se encargaran de platicarle los más bellos cuentos, estando segura que todas las cosas que le rodeaban tenían su propia lengua. Y así pasaba la vida tratando de entender aquellas muecas y jeroglíficos de ese idioma ajeno a ella que no lograba escuchar, sin poder gran cosa discernir.

Cómo era su costumbre, don Goyo avanzaba despacito, muy despacito, por la calle, y de trecho en trecho suspendía su silbido para tantear, con su bastón de palo, las paredes, los postes y los desniveles del suelo. En su desgracia se le veía con frecuencia envuelto en un torbellino de malas palabras repartiendo garrotazos al sentir la provocación de los muchachos maldosos que le jalaban los faldones intentando robarle su pobre instrumento musical o bien entreteniéndose en golpearle, con largas varas, el bordón, en medio de una impetuosa gritería.

En una ocasión de estas, por azares de la vida, que pocos comprenden, pasaba a deshoras por ahí a doña Yaya, que viendo tal escena, acudió a la solicitud de auxilio de aquel ser, que pedía ayuda iracundamente a gritos, y entrando en batalla campal, lo defendió a pedradas, arrojándolas a ton ni son, en contra de sus léperos agresores.

- Gracias, parece ser que por hoy los hemos ahuyentado, ya veremos mañana.
- Mmmm, yaya.
- Pero ¿dime cómo te llamas?
Mmmm, yaya.
- Si no deseas hablar, por mi está bien.
- Mmmm, yaya.
Este fue el final de tan amena conversación.

Cómo se entendieron, nadie la sabe, pero de ahí en adelante se les veía juntos, y cómo poco a poco iba floreciendo entre ellos una alianza inexplicablemente perpetua.

Con el paso del tiempo ella se encargó de darle una mejor vida, velaba su sueño, lo alimentaba y lo consentía y por las mañanas el baño diario se hizo costumbre para después ataviarlo elegantemente de payasito, con traje parchado, venda para ocultar la oquedad de sus ojos, cachucha de lado, y unos enormes zapatos muy bien boleados. Y así, adecuadamente acicalado, lo conducía a la fuente de la romántica Venus, que se encontraba en el centro del parque Gaudiana, donde don Goyo deleitaba a los transeúntes con su canto, mientras ella se daba a la tarea realizar algunas representaciones mímicas, guiada por la mano rítmica de su fiel compañero. Al final, felices recogían las dádivas que los buenos corazones les depositaban en sus viejos botecitos de metal.

Pasaron los días, los meses y los años, hasta que, para su desgracia, por una orden de la autoridad, los gendarmes empezaron a llevarse a los mendigos y menesterosos de aquel bello lugar y de nuevo gran trifulca entre aquellos seres que la sociedad despiadadamente había tenido a bien segregar.

- Por el amor de Dios, no me abandones mi vida, -se le escuchaba con desesperación gritar a don Goyo-, mientras era arrastrado por unos brazos insolentes.
- Mmmm –contestaba ella-, y anegada en llanto veía como se llevaban a su compañero, para más tarde, posiblemente, entregarlo al asilo municipal a cargo de unas monjas, quienes le darían lo que jamás tuvo en vida.

Y así como el destino los unió en defensa de una sociedad ciega y sorda, los separó de nuevo. Ahora Yaya solitaria lamenta su desgracia en un lúgubre café, entreteniéndose en hacer, con las hojas de un viejo libro que le regaló de don Goyo, pequeñas palomitas de papel, para después repartirlas asiduamente, llevándose algunas de ellas sus grandes penas y otras su infinito mensaje de amor, confiada en que algún día verá pasar aquel hermoso hombre que desapareció de súbito, colmado de buenas intenciones, a la vuelta de aquella tenebrosa esquina.

Rafael García.
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