miércoles, 12 de mayo de 2010

60 ESCALONES

El mundo se contempla a través de las metáforas. El mundo son sesenta escalones. El Profesor Pizarro no lo tiene muy claro, ya que la circunstancia de que es licenciado en matemáticas le ha hecho pensar que los números son la esencia de todas las cosas, de forma que esta mañana seguirá pensando como las demás. Ya ha abierto los ojos. El despertador no ha sonado, y han sido las ánimas las que han tenido que hacer el trabajo no desempeñado por esta máquina, para que luego ande el Profesor Pizarro diciendo que las ánimas no existen. Me he despertado yo por mí mismo, dirá el profesor, mientras las ánimas, sin voz ni cuerpo con el que demostrar su existencia, abandonan esta casa para seguir despertando a quienes, como éste, olvidaron programar el despertador, incrementando así las obligaciones de estas encantadoras señoritas.




Busca sus dos zapatillas, que siguen siendo dos, como sus pies, tal y como ordena la cuasi-simetría del cuerpo humano. Dos es un buen número para mantener el equilibrio, pues dos platillos tiene la balanza de la Justicia, y también la del tendero. Y con dos pies se siente equilibrado, se pone en pie y empieza a caminar. No hará falta decir que tiene dos manos, dos ojos, dos oídos y dos de todo aquello que en el cuerpo humano existe a pares. Sólo tiene una boca por la que no dice nada, pues está pensando con el único cerebro que tiene. ¿Por qué tengo un único cerebro?, Si tuviese dos cerebros mis ideas estarían mucho más equilibradas. Una musa se presenta ante él para explicarle que el cerebro está dividido en dos hemisferios que se equilibran entre sí, y el empieza a sacar conclusiones, siempre provisionales. Entonces el uno se hace dos para equilibrarse.



Después de superar los primeros inconvenientes que la vida matinal pone ante nuestros pasos, el profesor Pizarro lleva un corte en la mejilla izquierda, un poco de espuma de afeitar debajo de las orejas y una mancha de café en la única camisa que tenía limpia (y que ya está manchada). En la barriga lleva café barato, pan integral y sobrasada de Coria del Río, lugar que nunca tuvo fama de tener una sobrasada especial, dicho sea con todo respeto.



El profesor sale de su casa por la única puerta que da a la calle, y piensa en dividirla o en hacer otra puerta para que la puerta encuentre el equilibrio en el número dos, tal y como ha hecho su cerebro. Pasa por alto el detalle de que siempre que sale por la puerta termina regresando por ella, por lo que la salida y la entrada están equilibradas en su casa. Tendrá que aparecer otra musa para decirle que no abra agujeros en la pared ni haga nuevas puertas, que todo está muy bien y en equilibrio, pero la musa no aparece, pues saben que el Profesor es demasiado vago como para ponerse a hacer agujeros y puertas, y tampoco van a trabajar por trabajar.



El profesor vive en un cuarto piso, sin contar el piso bajo, lo que hace un total de cinco pisos que deben ser bajados ahora, y subidos al final del día (o incluso antes, si por mano del diablo se acordase de que tiene que regresar a casa a apagar la tostadora). Cinco pisos están separados por cuatro intervalos entre uno y otro. Ya ha terminado el primer intervalo, y se le ha ocurrido contar los escalones en el segundo. Resultan ser quince, haciendo que las cuentas no puedan apoyarse en la simplificación que ofrecen los números pares. Cuenta otro intervalo, y también son quince. Ya lleva dos, y son dos iguales, así que los multiplica, y sabe que ha contado treinta. Cuatro intervalos de quince pueden ser dos intervalos de treinta. Incluso podría hacer la cuenta general antes de bajar el último intervalo de quince y pronosticar según un criterio altamente científico que habrá otros quince escalones, y que en total habrá sesenta en los cuatro intervalos. Le parece un número bonito, y piensa que tiene suerte de vivir en una casa donde la entrada está decorada con una hermosa alfombra matemática, como son estos sesenta escalones.



¿Por qué sesenta?. El sabe que los números son importantes, pero no siempre comprende la razón. Piensa que en el círculo se puede inscribir seis veces su propio radio para formar un hexágono, pero no ve la relación con las escaleras. Piensa que las escaleras pueden ser un símbolo que represente dos meses de treinta días, tal vez mezclando la contabilidad material con la duración temporal, cuando eso es algo que no debe hacerse según dicen quienes se empeñan en mantener el tiempo separado del espacio.



Una vez en la calle trata de pensar en otra cosa, exactamente, trata de pensar en sus obligaciones, de forma que organiza sus ideas y trata de coger un autobús que lo lleve a la Universidad. Coge un taxi porque el autobús no siempre llega a su hora, y no es temprano. El tiempo vuela, y donde parecen haber pasado veinte minutos han pasado cincuenta y cinco. Piensa en esperar cinco minutos más, pero serían sesenta los minutos transcurridos, tantos minutos como escalones, y eso le hace dudar. Trata de buscar la solución a su enigma usando los dos hemisferios de su cerebro a la vez, viendo lo positivo y lo negativo, estudiando los pros y los contras, dudando entre la ciencia y la superstición, entre las corazonadas y las evidencias, y así pierde los cinco minutos que faltaban para llegar a sesenta, y después coge el taxi. La escalera puede ser una hora. Sesenta puede ser el número uno.



El profesor baja del taxi sofocado y entra en el campus. Digamos que la mancha de café resulta comprensible para la mayoría de los hombres, aunque no pasa lo mismo respecto de las mujeres, que en cada mancha de café ven la dejadez de lo masculino, la torpeza del hombre y la pereza del varón, cosas éstas que a pesar de ser lo mismo, ellas enumeran con diversas palabras para que el hombre parezca patoso, sucio y vago por el simple hecho de llevar una mancha de café. Sin embargo, la espuma de afeitar debajo de las orejas es algo que a todos llama la atención, aunque nadie avisa al profesor de su peculiar despiste. La Universidad tiene escaleras, pero no hay ninguna tanda de quince escalones, ni ningún conjunto de sesenta. Evidentemente, la Universidad no es el hogar, aunque para llegar a esta conclusión el profesor no tendría que haber contado ningún escalón. Imparte su clase a los cincuenta y siete alumnos que acuden a ella. No son sesenta. Faltan tres, piensa él. Faltan muchos más, esto lo dice la musa, que lo ha seguido hasta la Universidad. Vale, faltan muchos más, no sé donde tenía la cabeza.



El tiempo pasa, y miles de detalles, que aquí omitimos por su insignificancia, van dando forma al estilo de vida de este profesor. Un despiste, un descuido, un tropiezo. ¡Ah, disculpe, no le había visto!. Si apuntase sus tropiezos, sus infortunios, sus caídas, sus tragedias locales, sus fracasos y demás, iría haciendo una larga lista de hechos que podríamos llamar “frutos de la mala suerte”, pero él no cuenta esos pequeños detalles, porque tiene algo grande en lo que pensar. El sabe que cuatro grupos de quince son sesenta, y que sesenta escalones son lo que el destino le ofrece cada mañana (y cada noche). Subir y bajar son cosas que parecen estar en equilibrio. Puede que sea el equilibrio del número sesenta el que le abra las puertas de la luz.



Se bajan sesenta escalones, y el día se desarrolla estando en la parte de abajo. El sol está arriba mientras él está abajo, por lo que puede que el bajar sea una acción de la luna. Y la luna hace que baje la marea, y también que suba. Puede que cuando él sube sea para dormir, y que cuando baja sea para vivir. Bajar sesenta escalones no es algo molesto, porque nacer es agradable. Subir sería como ir buscando la muerte, porque arriba no está el mundo. Serán sesenta bajadas para nacer, y sesenta subidas para morir. Un escalofrío le recorre la espalda al que, entre lección y lección, se queda en las nubes. Documentos traspapelados, solteras que se alejan del soltero porque en sus orejas hay manchas blancas. La esponjosa huella que queda tras el pié que, desde sus reflexiones, viene a dar un paso sobre el mojón de Rufo (Rufo es un perro al que todavía no hemos presentado, y que ya se ha cagado en nuestro decorado). Buena suerte, dirán algunos al verlo pisar la mierda. Su puta madre, dice el profesor.

El tabaco, los canijos, la estafas, la lluvia, los precios, la competencia, las mierdas, los charcos, los choques, los modales, las miradas conflictivas, los niñatos, los borrachos, los papeles, los jefes, los alumnos, las bromas, las críticas, las manchas, los gamberros, el autobús... Sesenta escalones que siguen sin ser comprendidos por quien todas las tragedias padece, para después ignorarlas. El primer escalón será el golpe en el dedo del pie con la pata de la cama. El segundo será la cañería por la que el agua sale con sabor a cobre. El tercero puede ser la sobrasada de Coria del Río, que no está ni buena. Un corte durante el afeitado será el cuarto. Al llegar al descansillo ya estamos manchados y pensando en contar. El décimo sexto puede ser el autobús que no llega, el charco pisado o el taxista gruñón. La comida universitaria que venden como “comida sana”. Esa comida que, aunque no alargue la vida, hace que la existencia parezca mucho más larga. Esa comida puede ser el vigésimo escalón o el trigésimo. En la mitad hay un nuevo descansillo, pues será el mediodía de la primera mitad del día, y tal vez tropecemos en el trigésimo primer escalón. Puede que haya tabaco y no haya mechero, o que el paro se presente en nuestras vidas de repente, como hacen las musas. Las musas pueden ser un escalón. La máquina no admite billetes. No tenemos urta a la roteña, caballero. No has podido coger la matrícula del coche que te ha salpicado. El tercer descansillo nos acerca un poco más a los sesenta escalones que la vida tiene dispersados por sus calles. ¿Por qué sesenta?, ¿No habrá más?. Es la duda, que encabeza la última tanda de escalones. Las teorías, las reflexiones, una mierda que pisar.



Quien sube las escaleras está diciendo que ya ha superado sus sesenta escalones de hoy, y ahora viene a morir, a descansar. Mañana nacerá de nuevo, y el mundo seguirá en la calle. El profesor no entiende dónde se le ha ido el día. Está en pijama y no tiene papel para hacerse un porrito. No son horas de bajar. A veces el último escalón de la escalera lo vemos cuando creemos haberlo subido, y es entonces cuando tropezamos. El profesor no entiende por qué son sesenta. Tal vez el número no sea importante, y el profesor deba pensar en otras cosas. Puede que sesenta escalones no sean más que una casualidad, como la vida misma, incomprensible. Puede que no sea una fórmula matemática lo que necesite este hombre. El porro se lo hace con una servilleta, y se lo fuma con ganas pero sin compañía. Puede que ahora empiece a recordar los escalones que la vida le ha ofrecido en el día de hoy. Puede que no sea capaz de contar hasta sesenta porque prefiere considerarse afortunado. Ya se le cierran los ojos, y aún no ha comprendido el significado de su escalera. Tal vez sueñe. Hoy tampoco ha preparado el despertador, y las ánimas toman nota de ello. Las musas le hablarán en sueños, pero tal vez luego no recuerde lo que le dicen. ¡Profesor Pizarro, profesor pizarro!. Mire sus escaleras como si fuesen un gran poema. El mundo se contempla mejor a través de las metáforas.



Mr Nío Blackwood

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