Por las mañanas, a lo lejos se escuchaba el lamento lastimero de una
flauta de carrizo que ululaba canciones añejas, acompañadas
armónicamente por el chanclear de unos botines polvorientos y el sonar
metálico de unas monedas que se encontraban dentro de una vieja y
deformada vasija de peltre. Quien tanta bulla hacia era don Goyo, aquel
personaje de nuestra ciudad traído por el Ángel de la Oscuridad. Era un
Joven levemente encorvado por causa de los agobios que la vida le había
prodigado. Se le veía de tiros largos con una chaqueta cuya holgura,
vejes, color mugre y arrugas, delataban su edad y procedencia, sin hebra
de camisa, se la abotonaba hasta la nuez de la garganta, cuando la
inclemencia del invierno lo helaba, y en primavera, sin mayor recato la
aflojaba, dejándola jugar libremente con la suave brisa. De su pantalón
ya raido, podríamos decir, que no tenía mejor apariencia.
Cosa curiosa, doña Yaya, a quien se le veía deambular por las tardes en
la acera de enfrente, había nacido en la misma fecha que don Goyo pero
de la mano del Ángel del Silencio, una mujer solitaria y triste por
demás sencilla en su modo de vestir, falda y blusa de vivos colores y
unos botines de punta. Asido a su mano izquierda cargaba invariablemente
con un cuerno hueco que se pegaba a su oreja izquierda. Contaban que
era tal su ansia en busca de escuchar alguna voz que de pequeña se
entretenía en hacer enormes papalotes de periódico para que las nubes se
encargaran de platicarle los más bellos cuentos, estando segura que
todas las cosas que le rodeaban tenían su propia lengua. Y así pasaba la
vida tratando de entender aquellas muecas y jeroglíficos de ese idioma
ajeno a ella que no lograba escuchar, sin poder gran cosa discernir.
Cómo era su costumbre, don Goyo avanzaba despacito, muy despacito, por
la calle, y de trecho en trecho suspendía su silbido para tantear, con
su bastón de palo, las paredes, los postes y los desniveles del suelo.
En su desgracia se le veía con frecuencia envuelto en un torbellino de
malas palabras repartiendo garrotazos al sentir la provocación de los
muchachos maldosos que le jalaban los faldones intentando robarle su
pobre instrumento musical o bien entreteniéndose en golpearle, con
largas varas, el bordón, en medio de una impetuosa gritería.
En una ocasión de estas, por azares de la vida, que pocos comprenden,
pasaba a deshoras por ahí a doña Yaya, que viendo tal escena, acudió a
la solicitud de auxilio de aquel ser, que pedía ayuda iracundamente a
gritos, y entrando en batalla campal, lo defendió a pedradas,
arrojándolas a ton ni son, en contra de sus léperos agresores.
- Gracias, parece ser que por hoy los hemos ahuyentado, ya veremos mañana.
- Mmmm, yaya.
- Pero ¿dime cómo te llamas?
Mmmm, yaya.
- Si no deseas hablar, por mi está bien.
- Mmmm, yaya.
Este fue el final de tan amena conversación.
Cómo se entendieron, nadie la sabe, pero de ahí en adelante se les veía
juntos, y cómo poco a poco iba floreciendo entre ellos una alianza
inexplicablemente perpetua.
Con el paso del tiempo ella se encargó de darle una mejor vida, velaba
su sueño, lo alimentaba y lo consentía y por las mañanas el baño diario
se hizo costumbre para después ataviarlo elegantemente de payasito, con
traje parchado, venda para ocultar la oquedad de sus ojos, cachucha de
lado, y unos enormes zapatos muy bien boleados. Y así, adecuadamente
acicalado, lo conducía a la fuente de la romántica Venus, que se
encontraba en el centro del parque Gaudiana, donde don Goyo deleitaba a
los transeúntes con su canto, mientras ella se daba a la tarea realizar
algunas representaciones mímicas, guiada por la mano rítmica de su fiel
compañero. Al final, felices recogían las dádivas que los buenos
corazones les depositaban en sus viejos botecitos de metal.
Pasaron los días, los meses y los años, hasta que, para su desgracia,
por una orden de la autoridad, los gendarmes empezaron a llevarse a los
mendigos y menesterosos de aquel bello lugar y de nuevo gran trifulca
entre aquellos seres que la sociedad despiadadamente había tenido a bien
segregar.
- Por el amor de Dios, no me abandones mi vida, -se le escuchaba con
desesperación gritar a don Goyo-, mientras era arrastrado por unos
brazos insolentes.
- Mmmm –contestaba ella-, y anegada en llanto veía como se llevaban a su
compañero, para más tarde, posiblemente, entregarlo al asilo municipal a
cargo de unas monjas, quienes le darían lo que jamás tuvo en vida.
Y así como el destino los unió en defensa de una sociedad ciega y sorda,
los separó de nuevo. Ahora Yaya solitaria lamenta su desgracia en un
lúgubre café, entreteniéndose en hacer, con las hojas de un viejo libro
que le regaló de don Goyo, pequeñas palomitas de papel, para después
repartirlas asiduamente, llevándose algunas de ellas sus grandes penas y
otras su infinito mensaje de amor, confiada en que algún día verá pasar
aquel hermoso hombre que desapareció de súbito, colmado de buenas
intenciones, a la vuelta de aquella tenebrosa esquina.
Rafael García.
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